El lector a domicilio by Fabio Morábito

El lector a domicilio by Fabio Morábito

autor:Fabio Morábito [Morábito, Fabio]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2018-01-01T00:00:00+00:00


Ese final agridulce, con ese «quizá lo hagamos», me dejó sumido en una suave lobreguez. Así me sentía últimamente, como si nada en el mundo necesitara de mí, ni papá, ni la mueblería, ni Ofelia, ni mis escuchas del programa de lecturas a domicilio. El mundo era un jardín que iba a lo suyo, arreglándoselas sin mis cuidados y dejándome a mí como un espectador atento pero superfluo. Regresé junto a la ventana para comprobar que también mi jardín seguía su propia vida, y allí, mirando el pasto y las plantas mojadas, me embargó un frenesí de hacer cosas, cosas decisivas y tajantes. Por lo pronto, recordando cómo se le había borrado a David la sonrisa cuando me reconoció en la fila de los declamadores, me dije que si yo había perdido la concentración, él debió de sentir pánico, sabiendo que podría contarle a la tía de su novia a qué clase de actividades se dedicaba el futuro esposo de su sobrina. Yo representaba, en suma, un peligro para él, y eso era un motivo suficiente para que decidiera quitarme de la lista de sus extorsiones.

Celeste me tenía preparados los tres frasquitos de aceite curativo que la tarde anterior le había traído su primo Ramiro, y fui al banco a entregarle a Mario el suyo y el del taxista. Tenía la esperanza de ver a Rosario y tomarle la foto para mi padre. Llegué minutos después de que abrieran, sabiendo que a esa hora la encontraría más desocupada. Me asomé al privado de Mario. Estaba solo, nos dimos un apretón de mano, me pidió que me sentara y le di el aceite, explicándole para quién era el otro. Anotó en un papelito el nombre de Regino García.

—Tal vez ni vaya a venir —le dije.

—De aquí no me muevo nunca. Si viene, me encuentra.

Oí la voz de Rosario en el privado de junto, del que solo me separaba una falsa pared de un metro y medio de altura, y pensé que debía de estar con un cliente o con uno de los ejecutivos de la sucursal. Probablemente ella también había oído mi voz y pensaba que me asomaría dentro de poco a su privado para saludarla, como era mi costumbre, pero de repente no tuve ganas de verla y me di cuenta de que lo acontecido unos días atrás, cuando me hizo esperarla una hora fuera de la sucursal, sin dignarse a salir un minuto para tomarse la foto para mi padre, me tenía indignado. ¿Qué le hubiera costado mandarme decir con uno de sus achichincles que no podía salir a atenderme? Subí un poco el volumen de la voz para que, sabiendo que yo estaba en el privado de Mario, viniera a disculparse, pero pasaron cinco minutos y no ocurrió nada. Entonces, para prolongar mi visita, le pregunté a Mario cómo seguía de su tendinitis. Me dijo que en la mañana ni se acordaba de ella, pero en la tarde empezaban los dolores.

—¿Qué tan fuertes?

—Bastante fuertes, me sube hasta el codo.



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